Hace unas semanas, me crucé con alguien que hace muchos años cambió para siempre el curso de mi vida... Casi lo interrumpió, de hecho.
Aprendí en esos días mucho -nunca se puede decir todo, por si acaso- sobre la mezquindad y la podredumbre humanas, sobre la total falta de etica y sobre la vulgaridad más completa. Me salvó la cabeza y unos pocos, buenos amigos, que tenía y otros que surgieron, a mi alrededor.
De todas formas, la lección fue tan gorda -y no me tengo por facilmente impresionable- que tardé más de ocho largos años en poder plantearme siquiera, volver allí.
Y lo que es la vida... voy y, entre miles de personas, pues aquello estaba hasta la bandera de gente al ser las fiestas, me cruzo con la susodicha persona.
No nos cruzamos de frente, fue por detrás, pero sí a menos de un metro. No me vio, pero yo sí... y caminamos por aceras opuestas toda una manzana.
Lo más sorprendente fue la ausencia total de sentimiento. Miles de veces había fabulado con esa posibilidad en mi mente y en todas me importaba algo, sentía algo, unas veces bueno, otras malo, otras bueno, malo y peor... pero algo. Pero no, en la hora de la verdad, lo único que hice fue analizar su aspecto pulcro pero apolillado, su expresión hastiada, su caminar cansado, el halo de infelicidad que portaba en medio de un ambiente general de colores y algarabía. Y ni siquiera me alegró. Ni me entristeció. NADA. Observación y análisis. Punto.
Y sigo igual. Me pregunto si hubiese sido lo mismo si hubiésemos cruzado la mirada. Y lo cierto es que me pregunto también, si mi reacción tan indiferente lo fue porque está en realidad totalmente superado o lo fue en parte porque en algún momento del pasado coloqué en ese tema un bloqueo mental tan brutal, que se ha convertido en crónico y ahora no soy siquiera consciente de ello...