El viernes, a las cinco de la madrugada, Saphira me llamó. Tenía dolor. Se levantó renqueante, salió, volvió a entrar y se tumbó en el sofá. Sus ojos me dijeron claramente "quédate conmigo, por favor". Y me quedé. Me senté a su lado, la abracé, nos hablamos en silencio, como siempre. Repasamos todo lo que éramos la una para la otra, los casi once años que llevábamos juntas. Mis ojos se llenaron de lágrimas que empezaron a rodar libres e incontenibles. Me dijo que ya estaba preparada, que había llegado el momento de marchar, que sufría y que ese dolor le estaba quitando la alegría de vivir. Yo estaba esperando ese momento desde que volvimos de vacaciones. Así que, poco antes de las diez de la mañana, llamé a la veterinaria y le pedí que viniese a dormir a mi dragona.
En menos de media hora, Julia, la veterinaria, llegó a casa. La sedó suavemente. Rodeé su cuello con mis brazos y esperé. Me miró. Sus ojos me dieron enctonces su último y más valioso regalo, su eldunarí y supe que una parte de ella se quedaba en mí para siempre. Luego vino el sedante más potente y quedó profundamente dormida. Después el cóctel para provocar la parada... Se durmió dulcemente en mis brazos, sin un sobresalto. De repente, ya no estaba. Y, por un instante, creí morir de pena, de vacío. Y de felicidad, por haberle podido regalar ese sueño dulce, rodeada de amor y respeto. Jamás había sentido algo tan extraño, un dolor desgarrador al tiempo que felicidad...
La reina ya no estaba. La mañana era soleada y cálida. La enterramos en la finca, en casa, en su lugar favorito, junto al más avanzado de los robles, ese bajo el que siempre hay sol y sombra y tiene una vista excelente de toda la finca. Cuando la tierra se asiente, allí crecerá el más poderoso rosal.
Buen viaje, mi querida dragona Saphira.
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