lunes, 7 de mayo de 2012

Me gustan los dragones porque no existen.
Hay montones de referencias a esos seres fantásticos en gran variedad de tradiciones.
Los hay de agua, de fuego, de aire, blancos, negros, buenos, malos...
Mis dragones, los que a mí me gustaría que existiesen, son alados, enormes, revestidos de brillantes escamas de colores. Una especie cuyo origen se pierde mucho más allá de los tiempos de la especie humana.
Pueden escupir fuego y ser tremendamente destructivos, aunque nada hay más alejado de su naturaleza. Viven miles de años y todo el saber de cada vida se transmite a las vidas siguientes. Son por ello, una especie tan antigua como sabia. Justos, amables, amantes y protectores de toda vida y naturaleza. Físicamente solitarios, nunca están solos realmente, pues en cada uno de ellos están en alguna medida, todos los demás.
La suya es una belleza extraña, que fascina y asusta.
Su envoltura terrible de escamas, fuego, pinchos, contrasta de forma total con la energía que de ellos emana, solo paz, equilibrio, suavidad. El alma del dragón se ve en su mirada. Si un dragón te mira, tu alma queda conectada a la suya para siempre. Y jamás vuelves a estar solo.
No hay espectáculo más bello en mi mente, que la poderosa figura de un dragón surcando el cielo al amanecer.

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